martes, 14 de febrero de 2017

Todos los abriles de cada mes.

Hola David.
Hoy me vestí por ti. Me enfermas, estoy enterrada en lo que creía saber del amor, lo que me enseñaron que tenía que sentir, lo que me obligaron a ser. Por eso te lo digo, a modo de reproche, o de victoria, por haberlo reconocido. Me he vestido como la dama de blusas que decías que era tu prototipo, con el pelo más largo que antes y liso, chaqueta de traje y una sonrisa fingida aunque por dentro los dos me estéis asfixiando. Me he vestido así y no de otra manera porque hoy pensaba ir a tu calle. Y después, ir paseando por el río hasta el cementerio de Malvina y escribirla, escribirte, que las margaritas tienen ya un tatuaje de tinta blanca en mi cuerpo, que tu nombre, David, y el de tu gigante Goliat van marcados a sangre en mi clavícula, cerca de la garganta, donde más te vivo. Escribirla y a ti que he hecho una lista de sitios a los que quiero ir de la mano de un chico.
Creo que el primer sitio al que llevaría a un chico en una tarde sería a Cercedilla. Siempre he creado los recuerdos más especiales fuera de Madrid y ya no sé cómo empezar sin su ausencia. Le llevaría a la cafetería, en frente de la estación, nos tomaríamos un té y un croisant y luego subiríamos por la calle de las casas victorianas. Frente a la casa de Luis Rosales le contaría mi concepción de la poesía, le diría que me besase de una vez, pero espera aquí no, qué ofensa, vamos mejor a la casa con el puente colgante y allí nos damos el lote. Luego de vuelta a casa, en la renfe, le señalaría esa montaña de rocas con la torre de vigía, y le susurraría que ojalá pudiéramos saltar del tren y subir a ver las vistas.
El segundo plan sería bajarnos en el Paseo Extremadura, en esa calle  de casas misteriosas y averiguar la vida de la gente que vive  a dos pasos de la parada de todos los autobuses de Madrid. No quiero pasear por allí sola.
Me gustaría entregarle parte de mi alma tras una discusión, la primera, la última, la quinta, y enseñarle el cementerio de San Isidro, contarle la historia de Ángel, del mío, abrazarme a él, comprar margaritas y reírme de su cara de perrito degollado cuando quiera leer las cartas y no le deje. Sentarnos en el balcón más triste de Madrid y hacerle prometer que nunca diga el nombre de Blanca en vano, que las canciones más tristes son ésta, ésta, y aquélla, y que el mejor mes para dar de comer a los gatos abandonados es abril porque ya ven cercana la primavera. Y, luego, los dos, en silencio, caminar hasta San Justo y decirle a la hija de Malvina que los besos que temen ser vistos por el guarda son los mejores. Luego correr cuando el guarda nos eche de allí por escandalosos.
Me gustaría enseñarle mi casa, la casa de campo, la torre que finge ser Eiffel desde la ventana de mi habitación, el rosal tras el que me escondí llena de miedo, la parroquia en la que crecí, la tienda de aceitunas, la carnicería donde vende carne el chico más guapo, darle celos, que me haga el amor a escondidas, y llevarle al poblado.
Una tarde bajarnos en Chueca, tomarnos una tarta en la calle Espíritu Santo y después pasear de la mano hasta la paralela de Fuencarral, admirar el edificio más victoriano de Madrid, comprar hierbabuena, escuchar música en los jardines del Edificio de Arquitectos, girar por la calle de Fernando VI, ver un cachito de Barcelona, subir a la plaza de las Salesas y acabar en la iglesia de Bárbara de Braganza. Subir las escaleras y decirle que allí, en la calle Conde de Xiquena, 17, en el último piso, vive el David de mi novela, "La belleza de los ojos castaños". Contarle que Madrid tiene allí enterrado un corazón oscuro, que fue en esas escaleras donde aprendí a amar todo lo que significa esta ciudad. Y señalar con mi mano la alcantarilla donde van a parar todos los anillos de diamantes cuando la novia echa a correr, huyendo.
Otra tarde podriamos bajarnos en Alonso Martínez y callejear hasta Colón, tomar un batido de chocolate junto a la sede del PP y hacer bromas. Comer  pipas en el parque de Colón y cenar en el mercado bajo tierra que está frente al arqueológico.
Escuchar a Izal en el coche de camino a su casa. Convencerle de que el silencio está infravalorado y de que escuchar aporta más al grito que la afonía del mismo. Escuchar a La M.O.D.A en un banco cualquiera de una calle cualquiera de su barrio y pedirle, exigirle, suplicarle, subir a tu casa y hacerns tristes bajo las sábanas. Enfadarle, enfadarme, y pasear de la mano por manía al volver a casa.
Coger la renfe en Aluche y bajarnos en el Paseo de la castellana, visitar a las ocho el museo de ciencias naturales, que nos echen a patadas, que te agarres de mi vestido al pasear, como un niño, como un ser indefenso, pararnos a respirar delante de la casa morada, y acabar en Colón, otra vez.
Llevarme las postales de Barcelona y de Ginebra a la plaza de Oriente  y llorarle en el hombro. Verte leer "La belleza de los ojos castaños" y curarle las heridas con besos en las rodillas. Subir a la plaza Mayor por el antiguo ayuntamiento, comer en la cava baja y enseñarle de lejos la iglesia donde se casaron mis padres, San Judas.
Llevarle a esa casa anarquista de Vallecas a escuchar a Pamela Palenciano y quedarnos toda la madrugada en un banco del parque, hablando.
Llevarle a Beas de Segura, al Espinar, a Zugarramurdi, a San Sebastián, la Ile de Ré, a San Juan de Luz, a Infesto, a Barcelona, a Granada, a Platja d'Aro, a Argel-sur-le-mer, a Coillure, a Ginebra, o Estrasburgo, a Annecy, al camping de París, al pueblo de León, a Toledo. Contarle un millón de recuerdos, ser su todo, su confidente.
La lista es mucho más larga. El sentimiento también. Me enseñaron a esperar desde el rascacielos, la torre del castillo, un sexto piso. A esperarle, a él, David, tú ya sabes quién, tú ya no puedes ser el chico. Tú ya nunca volverás.
Hoy te pienso muchísimo. Te echo un poquito de menos.

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