martes, 21 de marzo de 2017

Narración de la carencia.

El otro día, Malvina, me senté en la silla de la habitación y me puse a pesar en los pantalones que tenía y los que no, porque ando corta de dinero pero quiero unos nuevos, tampoco te creas que tengo tanta variedad, ya estoy un poco harta de los de talle alto, y los que necesitan, porque sí, un cinturón. Es la silla donde solemos esculpir montañas de ropa, así que, a lo mejor, y de torfam totalmente aleatoria, me transmitió su hartura, o no, o todas las cosas literarias si las ves desde el radio correcto. Entonces yo me senté, y me puse a ordenar el cajón de los vaqueros, aunque no todos sean vaqueros, pero queda mejor que pantalones porque uno siempre llega a la frase "Me he hecho pipí en los pantalones" y mira, no. Cuando terminé pensé, o ya no sé si fue de forma premeditada, el caso es que abrí el segundo cajón y de allí salieron, chica, cosas y cosas, papeles, panfletos, cajas, piedras, postales, dibujos, cartas, diarios, hasta pelo, la brújula que creía perdida y el proyectod e filosofía del primer año de bachillerato. Todo aquéllo da igual, mira, no nos importa muhco, hice limpieza, tiré loq ue supe que ya no enendía, o lo que ya no iba a echar de menos, y me centré en lo novedoso de la situación. Abrí los diarios que miles de veces he abierto y desdoblé las hojas de cuaderno con conversaciones amistosas de los primeros cursos de secundaria y allí me di de frente con la idea de que toda mi vida he escrito acerca de mí. No sobre lo que soy, lo que dejo de ser, lo que me gustaría ser, lo que finjo o no, lo que me mata y me remata, no, yo sólo contaba lo que me pasaba, como si eso me hiciera trascender en el tiempo. Esto me lleva a una conversación que tuve con Mario y Eva una vez, ya sabes cómo somos, bueno en realidad no, pero la gente de Humanidaddes hemos creado un nidito donde todos somos el huevo o el pájaro, el que da de comer o come, pero todos somos insectos metamorfoseables, si existe esa palabra. Y hablamos, Eva, Mario y yo sobre la muerte. Ellos dijeron "Ah no, mi mayor miedo es la muerte" y yo entendí, como se llega a entender algo que tocas con los dedos de las manos pero no agarras, todo este miedo. Entonces yo contesté, de manera más o menos mítica o no, porque una siempre lleva el misterio por bandera desde que ha leído lo atrayente que puede llegar a ser en una mujer novelera, que yo no tenía ese miedo "No, porque yo me he asegurado de trascender en el tiempo, con mis escritos y mis libros" No entraré en caminos pedragosos, solo diré que la vida es lo que es para cada uno y cada uno toma la vida, como toma la muerte, con una sonrisa sinuosa o un pavor tremendísimo. Esta idea, la de trascender en el tiempo, con lo que eso supone, o sea, ignorar la valía de mi vida, pues muerte antes que dolor, yo creía que la tenía desde hace poco, no sé decirte la fecha, no es como si apuntara el nacimiento de todas mis ideas en una agenda del alma, pero tengo el presentimiento de que la idea es reciente. Entonces pasó lo de la limpieza del cajón, y mira, resulta que lo de trascender en el tiempo ya llevaba yo pensándolo desde el primer momento en el que me paré a escribir sobre mí. O a lo mejor no fue una cosa de "chss, para, ¿sobre qué escribes? pues empieza sobre ti", no, no lo creo, no me paré a pensar, sino que escribir fue al ritmo del pensamiento, o sea, los dos movimiento. 
Lo siento, he perdido el hilo, el cacharro se me ha apagado y ahora al volver a encenderlo, he perdido la línea. Asíq ue voy a contar otra anécdota. Estoy escuchando una playlist, oye qué mal quedan estas palabras modernas en los ensayos sobre la literatura, buena una de esas colaborativas. Resulta que la hicimos así como a mediados de agosto, tres amigos y yo para irnos de viaje a Jaén. Podría explayarme aquí sobre lo que pasó o no ese fin de semana, lo que me ocurrió y dejó de ocurrirme, porque esas cosas también pasan: las que imaginamos, las que pensamos porque notamos su ausencia, su carencia, la soledad de un "esto tenía que haber sido de otro modo". Podría, y desde hace un tiempo me persigue una vocecilla que ya creía muda, como si de un ente se tratara, con boca, cuerdas vocales y garganta con emociones, que me dice, o gruñe, que si solo contara la historia, por escrito, a David, Goliat o Malvina, podría ya dejar de notar todas las cosas que no pasaron. Llega entonces la explicación de "¿por qué escribir sobre mí, porqué desde tan pequeña?". Sí, supongo que para trascenderme en el tiempo. Pero hay algo mucho más ridículo, algo mucho más primitivo, más romántico, y humano. Empecé a escribir por la falta de oralidad. Ay, sí, la falta de un compañero que escuchase mis aventuras, como en las novelas que tanto me ha gustado leer, ha sido una ausencia presente, como un fantasma, como el de Canterville, y yo Virginia, pero nadie más que yo hace ruido con las cadenas por las noches, así que no sé muy bien qué sintió el fantasma al ser escuchado ni Virginia  al escuchar. No sé si siempre adopté el oyente un género masculino, pero es de necias negar eso. Sí, mon dieu, sí, ansíe un oído y ese oído era la mitad de una naranja. Siempre he sido de amores para siempre. De alguna manera la literatura que soy no me deja ser de otra manera. Sigo queriendo a mi amor de infancia, a la primera chica de mi vida, al primer hombre de mi vida, y al Goliat que lo enfrenta, aunque éste último se me presenta más como una necesidad que una entrega. Así, sigamos con la línea:
La carencia, de todo y de nada, de un no saber qué pasa entre dos personas que se aman, y de saberlo pero como la gran mentira que cuentan en las novelas, me ha ido llevando por un camino de amargura hasta  el día de hoy, cuando descubro a mi gran pesar, o para mi gran disfrute, que toda mi vida he escrito a alguien que no existía, que no tiene forma ni apariencia humana porque un deseo tan ambiguo como este pocas veces puede personificarse. Que he escrito, Malvina, por no sentirme sola, por la ausencia del ejercicio oral, de contarle a alguien, en fin, que con siete años me fui por primera vez de campamento, que me enamoré como una idiota de cuento, y que Barcelona tiene mis risas en el Arco del Triunfo. De hablarle y susurrarle y ver sus ganas en los ojos y una silencio exigente en su boca, en sus oídos, en su lengua. De encerrarme en una cárcel de confianza, pues no hay nada que dé más asco, pero nada que reconforte tanto, y hablar sin miedo durante horas y horas y oír en su silencio una comprensión. Bueno, y mientras estar en un sofá, enterrada en mantas, los dos como indios sentados, de frente y habalr de la nada, hacerme hablar, y luego cerrar los ojos y contarle, con voz aguda, y luego con más seguridad, ya menos irritante mi timbre, y mover menos las manos, y desapareciendo el rubor y el miedo a la espiación de unos ojos que juzgarán narrativamente mis recuerdos, en el fondo, contarle, hacerle escuchar que no recuerdo nada más salvaje que ducharse  a mangerazos, ni tan triste como descubrir que Paris no se ve desde la ventana de mi habitación, o que el amor, esa cosa de miserables, me ha huido toda la vida y yo sin saber por qué.

No hay comentarios:

Publicar un comentario