lunes, 1 de mayo de 2017

En el caso hipotético del lenguaje.

-Dime una cosa.
No responde al segundo. Se toma su tiempo en terminar de leer la frase del libro que lleva horas leyendo, luego me busca con la mirada y puedo ver cómo salen sus ojos de la niebla, me ve, ladea la cabeza y sonríe. Si hubiera un número para medir lo mucho que se despierta mi cuerpo cada vez que me busca se lo contaría todos los días.
-¿El qué?
-Lo siento, no quería interrumpirte, sólo no he pensado y ya estaba hablando.
Cierra el libro y se sienta como un indio.
-No, venga, no pasa nada, cuéntame.
Me tumbo en la cama y miro al techo. Pensé en cerrar los ojos y hablar. Y luego eso me llevó a pensar en qué momento resultó tan cómodo estar con él como para hablar con los ojos cerrados.
 Pensé en decirle que tenía mucha suerte de haberle encontrado, y de estar allí con él, en su casa, en el templo que me enseñaron que era toda habitación con secretos. Pensé en cómo le había conocido, y luego de manera más paciente, en cómo había llegado a su casa, por un autobús, pero que jamás habría conocido el autobús que lleva a su casa si no hubiera otra forma de llegar hasta ella. Si simplemente no tuviera la suerte de conocerle. No le dije ninguna de esas cosas. No, porque esas cosas no se pueden decir en voz alta, una no habla de la suerte o del azar así sin más, por interrumpir una lectura. Así que si al principio le había llamado para hablarle sobre Virginia Wolf, ahora tenía que ser por una cosa más profunda, algo que mereciera la pena.
-Dime una cosa y te responderé otra.
Él se echó a reír. Supe que me había pillado.
-Lo siento, he hablado para contarte una curiosidad sobre Virginia Wolf y ahora que he visto lo metido que estabas en la lectura me da cosa haberte sacado por una chorrada.
-Y estás intentando profundizar la conversación para sentirte mejor ¿no?
Pensé que si esas palabras las dijera otro sonarían pedantes.
-Bueno, que sólo quería contarte que  Virginia Wolf tenía una amiga de apellido Sackville que escribió sobre la persona detrás de la leyenda de Juana de Arco y que tal vez sería un buen trabajo optativo.
- Sí, sería interesante, pero tendrías que informarte mucho.
-Bueno, si me las doy de lista tal vez el profesor crea que él es el culpable de no saber la historia detrás de la conclusión cuando para mí es tan obvio.
Él se echó a reír.
-Me gustaría verte intentar eso.
Sonreí. Abrí los ojos y me asomé al suelo.
-¿Leerías en voz alta?
Me mira mordiéndose el labio. Es su manera de pensar en las ventajas y desventajas de la acción. Yo le miro profundamente, no sé qué quiero hacer con eso, pero sólo quiero que me lea entre líneas, que necesito que comparta su intimidad conmigo, ahora y siempre.
-¿Por qué?
Ha traicionado la conversación. De repente me siento en una cuerda floja y pierdo el equilibrio cada vez que paso más tiempo sin moverme. Él tendría que haber dicho que no o que sí, o leerme sólo un fragmento, ponerme mala cara, un mohín, respirar, suspirar y toser para aclararse la voz. Se lo reprocho en silencio tardando en contestar. No puedes interpretar un papel que no es el tuyo. Eso es cosa mía. A ti te toca ser tú mismo, y a mí me toca ocultar mis verdaderos sentimientos. No puedes saltar con una pregunta tan profunda como esa, no después de todo lo que sabes. Pensé entonces en todo lo que habría pasado si él correspondiera mis sentimientos. Al interrumpirle no lo habría hecho de palabras si no de acción al besarle el cuello de sorpresa, y él suspiraría, yo "Dime una cosa" y él, al mirarme, nunca saldría de la niebla, porque si de una musa pasas a otra los pájaros no vuelan a otra parte, le diría que no sé de qué hacer el trabajo y él no contestaría, me besaría la punta de la nariz y me dejaría hablar. Al final le hubiera contado lo mismo, lo de la amiga de Virginia Wolf, pero después él habría leído en voz alta sin tener yo que pedirlo porque ya bien sabe lo que me hace su voz.
-Pues porque me gusta tu voz.
Él se remueve y se sube a la cama. Se tumba a mi lado.
-¿No vas a contestar?
-A veces el silencio es la mejor respuesta.
-Te parecerá bonito, además.
Se ríe y se disculpa.
-Entonces ¿Por qué te gusta mi voz?
Me giro a mirarle, pero estamos tan cerca que en seguida desvío la mirada.
-¿Pero se puede saber qué te pasa? Pues tienes una voz bonita, sabes que la tienes, estás orgullosa de ella, ¿Por qué insistes tanto?
-No sé, ya sabes cómo soy...
-No, tú no eres así, así sólo pareces alguien mendigando un piropo, ni siquiera te importa lo que piense yo de tu voz.
-Vale, vale, para ahí. Sólo quería saber a qué llamas tú la voz.
-¿Cómo?
-Sí, que qué quieres decir con que te gusta mi voz.
-Estoy bastante perdida.
Él bufa y me mira. Hoy sus ojos son más dorados. Nunca han sido serios pero jamás han querido serlo. Hoy su mirada, que no sus ojos, me está exigiendo algo y yo vuelvo a temer por mi caída al vacío desde la cuerda. Entro en un ambiente del que siempre había escapado con él, sí, ese ambiente en el que simplemente soy yo misma y digo las cosas como me vienen a la cabeza y no las programa para que no tengan una segunda intención. Poco he leído sobre el siginificado del lenguaje cuando estás guardando un secreto. No sé porqué me dejo llevar. Le echo la culpa al ambiente, a que no le entiendo muy bien y que siempre podré disculparme después pues él ha sido quién ha empezado toda esta chorrada.
-Me gusta tu voz cuando habla porque habla cosas que...
-¿Qué?
-No estoy siendo vergonzosa, ya me he lanzado al río, no no es por eso, es sólo que no encuentro un adjetivo adecuado.
-Entonces no le pongas un adjetivo.
-Vale, a ver qué tal así: Me gusta tu voz cuando habla porque habla cosas que quiero escuchar.
-Creo que voy a robarte esa frase.
Me río. Ojalá dijera algo más.
-¿Así que sólo te gusta mi voz en cuanto a que te provoca cosas?
Me recuesto en la cama. Le miro, aún tumbado.
-Nadie suelta cosas por la boca sin más, lo que me gusta de tu voz es cuando ésta dice las cosas que dice para provocarme. No es culpa de mi interpretación, es que tú eres muy claro.
No dice nada.
-Por ejemplo ahora. Estás siendo muy claro. Estás jugando a algo que no sabes jugar y sólo haces preguntas para sacarme respuestas. Eso es de cobardes. Me voy, el autobús viene en cinco minutos.
Me pongo las zapatillas. ¿Cuándo me las había quitado? Cojo el abrigo que está sobre la silla, me despido sin recibir un adiós de vuelta y bajo las escaleras deprisa. De camino a la parada me paro a contar las farolas, pensando que si son más de siete habrá un secreto que nunca resolveré. La primera está frente a la casa con el perro ladrador, la segunda junto a los camiones de basura, la tercera y cuarta, junto al semáforo, la quinta unos metros más allá de la intersección y la sexta está alumbrando la pared. Ya he visto la séptima y no puedo engañarme a mí misma. Pero pienso qué pasaría si por un momento no la hubiera visto. Pienso en el azar, en lo extraño que hoy estaba este chico, en el sentido de la conversación antes que la conversación en sí. Llego a concluir entonces: ¿Por qué le interesaba mi opinión sobre su voz? Y antes de pensarlo me doy la vuelta, pensando en olvidarme de la séptima farola, en controlar mi destino, y corro, corro de vuelta a su portal y subo las escaleras de dos en dos. Pero él ya está en la puerta.
-¿Por qué te interesa mi opinión sobre tu voz?
Nunca se me dio bien el póker, estoy lanzando mis cartas al azar.
-Porque no sé porque mi voz dice lo que dice para provocarte.
-¿No lo sabes?
Irradia luz.
-Sí, creo que sé porqué lo hago, pero acabo de averiguarlo.
-¿Y?
Se ríe.
-Deja de preguntar. No seas cobarde.
-¡Pues tú no dejes las frases a medias!
Él se ríe y me coge del codo para meterme en casa. Luego cierra la puerta.
-A ver, entonces ¿Desde cuándo vas provocándome?
-Desde que se me escapó por primera vez.
Yo suspiro.
-Seguro que tenemos primeras veces diferentes. Venga.
-Desde que...
-Hey, ¿estás ahí?
Muevo la cabeza, espantando a los pensamientos. Él sigue en el suelo, asomándose a la cama, extrañado. Trago saliva. 
-¿Qué decías?
-Que sí, que estoy leyendo La isla del tesoro.
Y empezó a leer en voz alta.

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