lunes, 10 de abril de 2017

Háblame de ti.

Hola Malvina:
Hoy me apetece hablarte como si fueras una amiga lejana en el tiempo, cercana en el corazón y un misterio que me atrae a pesar del desorden cronólogico. He querido, desde hace unos días, visitarte, porque creo que mi mente recurre cada vez más a la incosciencia, y me dice, de alguna manera, que te encontré al inicio de la primavera, y que si por algún casual no lo recordaba, ahora me inventa un rol dramático. Las últimas veces que he ido al cementerio ha sido para visitarte, la vez después de Navidad, cuando dejé en un papel apuntado tu nombre y el de Ángel junto a un árbol. Me limité a sentarme contigo y recordar que el silencio ya no está ahí, que el único silencio enrabietado es el del cementerio de Carabanchel, un silencio lleno de viento y ruido que ha roto más lápidas que losas, más nombres que recuerdos. Ya hace mucho que no paseo más allá de tu tumba, sólo me paro a limpiar de hojas y tierra tu lápida y acaricio la piedra hasta que siento los callos de mis manos de rozar algo tan duro, brusco, cruel. Supongo que en el fondo pensé que tu cementerio no iba a estar en cuesta, que tenía que ser más grande, que iba a ser siempre laberíntico, eterno, bello. Pero ahora que ya me sé de memoria las historias que allí ocurrieron me limito a visitarte, como si fueras un familiar querido, como si no pudiera olvidarte.
Te cuento aquí Malvina, que los días se hacen largos y cortos a la vez, que no presagio un verano lleno de locuras, sólo de nostalgia y algo más que no sé identificar. Que ya van dos noches seguidas soñando con Goliat. El sueño suele cambiar de escenarios, de trama y de personajes secundarios pero siempre acaba igual: tú huyendo. Sabiendo, que a pesar de todo, tengo que convivir con el arrepentimiento ajeno, con el dolor propio, y con un sentimiento de traición que no sé muy bien cómo paliar. Te cuento que esta noche, por ejemplo, los dos nos mirábamos, ya no sé si profundamente o no, pero yo me mordía los labios, y de ti salía calor, vapor caliente que me rodeaba, y al fin los dos estábamos en el mismo punto, en el del deseo sin retorno. Recuerdo no haberme atrevido a hacer nada, por responsabilidad tal vez, o por egoísmo, por orgullo. Pero había una fína línea que nos unía. Sí, es la línea telefónica de la que a veces hablo, esa línea que está en la cabeza, llena de pájaros que a veces interrumpen al conexión, y otras la hacen más real. Era un fino hilo, cadena brillante, que nos unía pero no ataba, los dos la veíamos salir del pecho del otro, y veíamos sin bajar la cabeza que uno de los extremos salía de nuestro interior. Entonces llegan las promesas, ya no me acuerdo de cuáles, pero lo más importante es que llegaron, que uno no hace promesas con cualquiera, o bien las hace por miedo. Yo pensaba que confiaba en ti, y que tú lo hacías por nosotros por eso empezabas con las promesas. Y luego a la mañana siguiente, te levantas y lo veo todo en tu mirada. Arrepentimiento. No sabía que podía ser un sentimiento tan doloroso hasta hace un par de años. No sabía que el amor nunca va solo por la vida si no que suele traer compañía indeseada que deja más marca que el propio amor. Te vas. Coges la chaqueta y te vas. Y yo me quedo sentada, o de pie, resignada, en fin, de este final, porque no concibo ni en sueños que pueda haber otro,  y menos otro mejor.
A Goliat:
Soñarte era lo último que quería, sí, porque uno siempre convierte al sujeto soñado en un personaje novelesco, alguien que ya no está sólo en tus pensamientos si no que ha vivido una historia en tu inconsciencia, donde no le podías controlar. Y le das alas al pensamiento dramático. Pienso ya en ti como la ternura nunca recibida, los abrazos nunca dados, la confianza quebrada, nunca dada. Es la ausencia de un corazón latente junto al mío lo que me llena de insatisfacción. No suelo reconocer bien este sentimiento, el de necesidad, hace tiempo que dejé de necesitar lo que sé que nunca voy a tener. Me hice cargo de ello al principio de mi juventud, resignándome, conformando una idea solitaria pero feliz de mi futuro. Y sin embargo, ahora que me ha dado por enfrentarme al destino pienso que la buena suerte no es un privilegio, si no una deuda. Pienso en lo justo e injusto de la vida, en los privilegios de las otras personas frente a los carentes propios, y el ¿Por qué no he podido vivir eso? ¿Por qué yo no he tenido esa suerte? ¿Cómo sería ser ella, o él, Menganita, Fulanita?
Estoy aprendiendo a no necesitar lo que necesito, a pensar en la vida como era antes, aprendiendo, sin más, a cegarme ahora que ya he visto a Eurídice.Siempre había pensado en el amor como algo individual, algo que no quería compartir. No quería planes los domingos por las tardes, ni visitar museos a partir de las seis, ni comer en un restaurante caro, ni adueñarme del hueco de su cuello de vuelta en el metro, ni decirle que me encanta cómo es, cómo viste, cómo ríe, y que cada vez que le llevo de la mano me llena un orgullo sin medida. No quería mirar sus ojos y hablar de filosofía, ni ver películas con sus padres en la otra habitación, ni comprarle esta u otra camiseta porque me gusta hacer cosas por él, ni enseñarle los secretos de Madrid o los misterios de Barcelona. No sabia, Goliat, que ahora que sé cómo puede ser el amor, lo desearía con tanta fuerza.
Al final, todo se resume en que estas cartas ya no me valen, que noto la ausencia del ejercicio oral, de un compañero con ojos dorados y sonrisa traviesa, de unas manos callosas y una mente fascinante. Que noto la ausencia de promesas.
Qué injusta puede ser la vida con tal de enseñarnos.

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