Busqué
en los poemas que no había leído, en las canciones que no había
sentido, en los libros que no había entendido, una sencilla analogía
del amor que me dijera porqué sentir esto
es sentir amor.
Encontré un cocodrilo de ojos amarillos, unos labios clavelinos, una
cumbre cabelluda nevada con ese hálito de pureza y fugacidad, unos
anteojos de cristal opaco, y una estrella en línea recta desde
Casiopea. Escuché decir que el amor acelera el corazón, que
ruboriza las mejillas, que el nácar se descubre y los hilos se
mueven con fervor. No encontré amor en aquellas metáforas, que si
lo eran, mal identificaron su sinfonía. También oí, de pasada,
cómo quien oye una risa espontánea en la estación, que París era
la ciudad de la luz, del amor, de toda la belleza y arte, y que quien
no ha ido a Paris, visitado sus campos, comido en sus calles, corrido
en sus barrios bohemios, gritado en su vertiginosa majestuosidad, no
sabe qué es el amor realmente. Deduzco entonces que los parisinos y
turistas de nikon y calcetines blancos son los que han sentido en su
pecho eso que llaman luz y belleza, y pasión, y locura y fervor.
Semejante locura se le ocurrió decir en aquella canción en la que
tan solo queda un cuadro y un colchón, que en una calle de París
no perdió solo oro sino una promesa al corazón. He leído, de igual
manera, que la vida es una fugacidad, un tempus fugit, un carpe diem,
un vanitas vanitatis, una terminología latina, que adoptamos los
filólogos, por eso de que Aristóteles dijo que definir el mundo era
hacerse con él. Me he hecho con bibliotecas de ojos llorosos verdes,
de labios suplicando más, de abrazos dados al aire suicida, de
corazones que cayeron desde la limitada idea de la posesión de alma,
de suaves caricias que se soñaron noche tras noche, he buscado entre
sus páginas de vino y cristal roto, una sencilla explicación de lo
que siento. Y sin embargo ahora estoy confundida entre la soledad de
Pizernik y la tregua de Benedetti; entre los cajones compartidos, y
los calcetines perdidos, entre la maravilla del maullar y la lealtad
del mejor amigo, entre la idea de ser libre y la de querer
pertenecer. Siento como una división, en la que aún el resto no es
cero, y la multiplicación de un aforo limitado de sentimientos que
se hacen protagonistas literatos. Me siento entre la línea de la
envida y la de trato especial, entre un huracán de manos tarzianas
que piden aquel gesto, una lluvia de ojos al posar mi Jane en tu
afilada mejilla, una suave suplica al aire que sale de tu boca por un
mordisco más, un beso más, un respirar juntos, un gemir juntos, un
jadear juntos. Me he encontrado con la idea de que el amor es
“más”. Un superlativo de sentimientos no finitos. Me he
encontrado, mirando a tus ojos , a los ojos de mi alma gemela, una
serenidad, complicidad y sinfonía que hacen de mi corazón un puñal
que se acuchilla a sí mismo, por sentir más. Al ver tu sonrisa
victoriosa acompañar a tu poder de persuasión, una infinita culpa
por querer sentir más. He sentido, cuando te vas por las escaleras
corriendo, huyendo, volando, un ramalazo de tristeza por no poder
volar contigo, por no ser más. Si yo, mí, me, conmigo, significa
más, también siento más. Si querer acogerme entre el hueco de tu
cuello y el de tu clavícula, y escribir con carmín transparente
todas las palabras que no sé cómo hablar, es sentir más, sí lo
hago (quererte, digo). ¡Y siento más, cuando digo que más y más y
más! Cuando digo que si me pides comprar una renta en la ciudad de
los malditos, lo haría, tan solo por poder convivir contigo entre el
cementerio de Carabanchel, y la sintonía del mundo caluroso que es
tu calle, digo que siento más. Cuando digo que dueles, duelo más, y
cuando digo que sufro, sufro más. Cuando no digo que sueño todos
los días con respirar de tus pulmones, cuando no digo que siento tu
presencia en cada cosa que miro y leo y escribo siento más. Cuando,
cuando más. He buscado en poemas, canciones y libros, una idea que
nace del alma y que crea un puente frágil y temeroso, y me he
encontrado con la definición de que todo aquello que es amor, no se
escribe, sólo se exige a tu corazón, sólo se respira, sólo se
siente y se sufre. Un superlativo es todo lo que siento, cuando digo,
y dices, y siento, y no sientes, que nadie ha escrito, dicho o
sentido, un amor no correspondido. Nadie me dijo que la literatura
estaba llena de historias, que aunque acaban mal, los protagonistas
siempre se mueren con la certeza de que pertenecen a un corazón.
Me
encontré con que nadie me dijo si lo que siento, esto, es amor, pues
nadie me dijo que, el amor, no es cosa de dos, sino de la propia
conciencia e idealización. El amor realista no existe, son
recuerdos. Mis recuerdos para contigo, esto, es lo que siento.
EL COLECCIONISTA DE RECUERDOS AJENOS.
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